De El fin de la novela de amor


Clavos de luna nos funden
mi cintura y tus caderas

García Lorca. Bodas de sangre



Empezar de cero, qué lata. Si buscase coherencia, es decir, si tuviera pretensión de engaño.

Hasta hace poco me negaba a leer cualquier aproximación crítica al amor, como me niego a leer aproximaciones críticas a bañarse en el Atlántico un cuatro de diciembre. Si surge, me baño. Probablemente no pueda expresar nada y diga: Estaba buenísima. Quizás en la cena, más relajado, más ebrio, te hable de cómo vuelvo violentado y pleno a una orilla distinta en la que espero poder retomar el sueño. Pero todo eso son más o menos lugares comunes (urticaria).

Vivian Gornick casi me convence. Si no fuera porque el tema me reconcome y la palabra libertad me inquieta, sobre todo en boca de un ciudadano estadounidense. Perdonadme los prejuicios. La intimidad [compartida], el yo expuesto a otro yo, es por supuesto transformadora. Hay violencia en las manos que te agarran (te tocan, te acarician, te sujetan o se apartan) moldeándote el cuerpo. Asumir este hecho no implica, no debería implicar, el desleimiento del yo (que sin embargo es una consecuencia habitual).

En El fin de la novela de amor, el individuo, la mujer, parte de una posición subordinada en una estructura patriarcal, occidental y fordista, además previa al aceleramiento de los procesos de secularización. Pero desde la publicación en 1925 de La casa del profesor, obra de Willa Carther y uno de los ejemplos en los que más se desarrolla la idea del libro, habría que remarcar algunos matices. Al respecto es llamativa la manera en que, para rechazar el amor romántico y su institucionalización mediante el matrimonio, se presenta este como lastre de la genio romántica. El individuo más grande que su entorno, más brillante y capaz, incomprendido de manera proporcional, insatisfecho en cada peldaño, está obligado a una autorrealización que sólo llegará por medio del desapego, en interés de la preservación del yo (de su libertad), al que se ahorra el papel primario y cruento del hallazgo amoroso y las vacilaciones sucesivas que justamente se le imputan. Parece que la libertad, si es legítima, es decir, acorde a la potencia creadora del genio, sólo se ejerce en un sentido contrario al otro, antidialéctico. Se obtiene como resultado del trauma y es duradera. El final feliz que se presenta: el eterno disenso del individuo productivo superviviente al desgarro esencial y a la desarraigambre añadida en su excelsa condición de minoría1.

Obvio que, para la mujer desposeída por su condición de mujer, esa preservación del yo cobra una dimensión total, en la que la libertad sucede a la voluntad de significarse (en un plano ideal a cuya vista cabe avergonzarse), y aquí no hay matices.

La dicotomía con perspectiva de género “amor romántico-autorrealización” levita cualquier otro tipo de contingencia: clase social, color de piel, ascendencia, religión, obsesiones… quizás porque ello incide sobre el carácter complejo y sobrevenido, fuera de sí mismo, del yo. Uno se pertenece como pertenece a y en los lazos que tiende con los lugares (físicos, emocionales, sentimentales, espirituales) donde se hace presente, donde se hace hueco; que a su vez actúan como canales de su mismidad. Problemáticos, ocasionalmente angustiosos, obedecen a particularidades que no siempre se es dado comprender, mucho menos controlar. No se traduce exactamente en que no seamos dueños ni supone un juicio positivo a priori acerca de estos lazos, en cualquier caso manifiesta la imposibilidad de emplazarnos al margen de su gravedad.

Pero la mejor manera de constatar el fracaso del yo, de su autonomía supuesta, es la vuelta a la escritura del individuo “liberado”; lo evidencia el producto mismo del genio, la baba de sus comisuras. “Una muerte sin cuerpo | la experiencia de un cadáver vivo | como si la ausencia no fuera otra cosa que palabras | para lo que no está aquí se habrá inventado el lenguaje | ”2. El yo es una manufactura inacabada, sedimentario de afectos, encontronazos y eróticas. Una vida sin violencia también rechazaría el lenguaje: un hombre, un amor, un paisaje son elementos vocacionalmente violentos, y en sus palabras, el material de escritura de Miguel Delibes, y de Rosa Chacel, que se las apropia (las desapropia).

Por último, me pregunto si, con El fin de la novela de amor, Vivian Gornick habría hecho una actualización soberbia del tópico de “el amor como enfermedad [mental]”, con anales en el periodo helenístico. Sería tema para un TFG, como nos decían en la carrera. Vale. (No lo acabo de dejar claro, pero el libro es la hostia. Leedlo).



Notas

1. Ver pág. 88.
2. Ruiz Sosa, Eduardo. El libro de nuestras ausencias (Candaya)


Otros libros en mientes (bibliografía)

Cadahia, Luciana y Carrasco-Conde, Ana (eds.). Fuera de sí mismas. Motivos para dislocarse (Herder)
Nelson, Maggie. Sobre la libertad. Cuatro cantos de restricción y cuidados (Anagrama)
Rivera Garza, Cristina. Los muertos indóciles (consonni)

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