En la UCI del Hospital Universitario de Salamanca está la gente más guapa que vi nunca. Sobre su profesionalidad, me salvaron la vida. Sin restarle importancia a este hecho, era gente guapísima. Por supuesto, uno sólo permanece allí al precio de cagarse encima, con lo que se vuelve humilde por partida doble. Y no eran extrañas esas voces jóvenes que escuchaba del otro lado de un cristal, por encima del rumor de los aparatos, como un animal exótico y triste. Y con qué naturalidad ocurría todo, tan lejos de las colinas. Me fui de allí casi con pena.1
En psiquiatría disfruté un par de noches de una habitación con vistas para mí solo. Vistas sería mucho decir en otras circunstancias. Un hecho indiscutible: tenía baño. Nos daban un pijama a rayas del que alguien criticó los botones, como si además de locos resultáramos sádicos, y una bata con la que imaginaba ser un distinguido neurótico ruso, tan diferente de mi papel allí. Yo diría: “A veces artista y criminal coinciden en una misma persona. Es la única forma de resolver el dilema entre el arte y la acción, el dilema entre la pluma y la espada, el dilema entre la poesía y la vida, la verdadera vida. Cuando artista y asesino se funden, entonces se alcanza la cima. ¿Entiende?, la cima”.2
Pero la serenidad se fue volviendo acuciante, y en algún momento desvelé, al parecer a todo el mundo, mi preferencia por una enfermera. El pasillo se renovó con la efervescencia de las grandes conspiraciones, y aquí y allá aparecían carteles, notas y palabras a media voz. Recibí muchos y muy extensos consejos, aunque desde el principio me dio la impresión de que aquello no tenía que ver conmigo, sino con cada uno de los confabulados. Me divertía enormemente y me sigue divirtiendo, pues me entero de que aun hoy mantienen aquella ascua encendida.
Notas
1. Los métodos para salvar a alguien, llegado un punto, son bastante salvajes.
2. Angélica Liddell (Trilogía del infinito).

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