La luz suspendida de las ramas de los pinos…
Recorrer las cicatrices. Qué cliché espantoso; pero de eso ya estoy curado, y recorro las cicatrices. Azul esta, del color del vestido aquella noche, aquel azul de verano de tormenta luminosa.
La enfermera no se llamaba Isabel. Pelo negro no azabache. Altura ajustada al abrazo (lo supe el último día). La voz… habría ameritado su presencia allí (no frivolizo). Todo estaba antes de ponerle palabras, e inmediatamente después de escribirlo pierdo toda seguridad al respecto. Igual que por el talle nos agarramos por las palabras.
Una trama: la proyección de un deseo; el deseo siempre a deshora. El hablante decide la apertura del espacio de tiempo.1 En la sala de espera, negación del lugar recurrente, frente a otra chica sola en un sillón negro que no destaca. Nos difuminamos entre carteles y amenazas de asepsia como en vapor de agua. El acoso de la realidad llega aquí atenuado, y sin embargo clarificado. La realidad, desde acá, caleidoscópica, un poco divina. La conversación automática de un matrimonio rompe el ritmo de fondo espejea en fragmentos de sonido.
Y son esas mismas palabras alfombradas de polen y de abejas rumorosas que componen una tela ―y por qué ocultar los patrones del manto, por qué velar el alma. Mejor dejarse entrar―.
Notas
1. Han abierto la calle san Pablo.

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