De 2666

Sobre el lenguaje de los enamorados, recordar que «todo lenguaje sagrado es secreto» (Paz, 1972). Hace tiempo que pienso que las palabras componen paisajes (no sólo sonoros), y en este caso imagino un risco. Algo que eleva, claro, la mirada, que sin separar los pies del suelo cubre una mayor distancia. Si la pareja se rompe, si alguno de los dos pierde la fe en las palabras que la mantienen unida,1 el risco se debate en ruina a la que sólo queda alzar la vista. En cualquier caso, mientras vive(n), un intruso, un extranjero, es capaz de reconocer la presencia de algo que se le escapa en un cruce de esta naturaleza, de vislumbrar el doble efecto de las palabras que se procuran los amantes. Como es obvio, no se reduce al lenguaje oral. Es seguro, de hecho, que habite con más saña los silencios.

La poesía, en su sentido más amplio, tiene a veces la propiedad de encaramar al lector a esa altura y de hacerlo asistir, entendiendo, a esos misterios. No deja de ser una visión fugaz, pero verdadera,2 de una escena casi mitológica, del Eros dulce y amargo (Carson, 2020). En ocasiones así, uno no puede evitar la punzada de reencontrarse en su realidad, de la que escapó momentáneamente en un estado alterado de conciencia, del que se dice que se produce también durante el orgasmo.3

En 2666, Roberto Bolaño lo consigue luego de 942 páginas; lo cual no esconde ningún reproche, sino la certificación de que la subida valió la pena.



Notas
1. Ya dijo san Agustín que «la inteligencia sin fe lleva al vacío».
2. «Beauty is truth, truth beauty,—that is all» (Keats).
3. Si será por eso que estudiamos literatura (?). Se me ocurre, al menos, otra razón.

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