La vez que más cómodo me he sentido en presencia de Alfonso, librero de Tipos Infames, donde estuve trabajando el verano inmediatamente posterior al covid, fue en los Juzgados de lo Social n°3 de Madrid. Y si alguna vez tengo que volver a verlo, preferiría que fuera en circunstancias semejantes.
Aunque en las cuestiones generales de mi vida aliento los versos de reparación de Gloria Gervitz, hay un par de ámbitos en los que nado a favor de la rabia: injusticia e hipocresía, que además suelen acompañarse. En este particular, acoso laboral, que no recogía la demanda porque cualquier laboralista sabe que probarlo requiere un muestrario de evidencias, tesón y suerte. Aun así, pese a la cara congestionada de su abogado, un picapleitos faltón (las de ellos nunca las vi tan afectadas, parecían niños de primaria delante del despacho del director), prefirieron negociar y darme una limosna y la titularidad de unos libros prestados, no fuera a ser que se despertasen meaos. Una limosna y 70€ en libros que mantenía cautivos, porque las circunstancias en que me echaron a la calle dificultaban su puesta en libertad. Y yo, que había estado en shock a la hora de firmar el despido (qué bochorno las excusas, Gonzalo fue un cobarde hasta el final); que había formado a la persona que me iba a sustituir, estuve más ágil en adelante.
Y lo que me jode la cantidad de autores haciéndoles la ola, como si el marketing y las camisas llenas de galones progresistas tapasen el murmullo de trabajadores, distribuidores, libreros y editores, porque eso suena. ¿La solidaridad obrera dónde la llevas, poeta de izquierdas? A lo mejor no te has enterado de nada, y entonces vaya poeta que no ve lo que tiene delante ni oye lo que se habla alrededor. Sólo te hace falta morir en la plaza.

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