Obón, 2/10/24
Diría que el año es salvable todavía. Faltan 7 días para mi muerte; 14 para mi Resurrección.
Esperar es algo que no comprendo. Una cosa es introducir —el verbo es inexacto, más bien se contempla— la pausa en la plaza, el silencio en la partitura- y otra amagar con ser dioses olímpicos.
En Obón hay 3 cuadrillas de albañiles: la más popular tiene trabajo a 5 años vista. La menos, a 2. En el pueblo hay dos bandos enfrentados, aunque en el bar reina la concordia o lo aparenta. Güelfos y gibelinos. En el poder, alcalde y vicealcaldesa, hay una saga familiar, hijo y madre. Ella alimenta a los gatos, y un grupo de vecinos confabula para envenenarlos. Desconozco el sentido político de una acción así, como no sea ocasionar un problema de ratas. Si se trata de controlar la población de gatos, hay medidas más efectivas, como invertir el dinero del veneno en castrarlos. El gasto podría correr a cargo del Ayuntamiento, es cuestión de hablar con el hijo, que ganó en votos a la madre ocasionando un conflicto familiar en la villa prerrenacentista. El crimen está anunciado; sólo espero que redirijan el exterminio hacia objetivos humanos, y un documental que lo promocione.
Escribo en un techado frente a la escuela y la casa del maestro, ya vacía, y del lado de la consulta del médico, que hace las veces de farmacia. Me he aficionado a los carteles del pueblo, son de una precisión extraordinaria y les auguro un enorme valor histórico- en especial si se graba el documental. Tocan las 18: se abre el bar- se cierra el cuaderno.
«Las mejores orquestas que te puedes imaginar han venido aquí». Pedro Villuendas Villuendas, 5 generaciones de Pedros Villuendas, apodado «el Trabuco» por el abuelo, venido del Pirineo. Beben mucha radler los «cheches», aunque Pedro me refiere con un licor de hierbas (1,50€) que su primo hermano aquí presente sacó 32 kilos de 100 kilos de oliva, lo nunca visto, que aquello era para no creer, de los olivos que plantara el abuelo Eugenio. Él lo máximo que había sacado eran 28 de cada 100 kilos.
«Espurnea, ¿verdad?». Quicir que chispea. No ha aparecido el Ramón y no se puede jugar la partida. Pedro se despide: «No sé si he subido la ventanilla del coche o no la he subido». «¿No hay andada o qué?», pregunta la que entra. Los españoles de aquí, aguerridos y apulserados algunos, se reúnen en el bar de Sergio, un colombiano de Medellín. Varios de los albañiles también son latinoamericanos. No sé qué sería de este pueblo si dependiera sólo de los nietos, ahora que está viejito.

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